CAF 2013: Mis primeros 42K
(Una de las cinco crónicas ganadoras del Concurso: Letra Corrida: Crónicas del Maratón CAF-Caracas 2013)
Aurora Pinto
Las noches previas al Maratón CAF 2013 tengo una
pesadilla recurrente: sueño que la mañana del 24 de febrero me quedo dormida y
me pierdo así la aventura de mi primer maratón. Es lo que llaman “nervios de
principiante”.
Para evitar que la pesadilla se materialice, mi mente
se defiende impidiéndome dormir la mitad de la noche anterior a la carrera. Finalmente, llega la mañana de esa fecha tan señalada en mi calendario desde hacía unos
ocho meses. Me despierto a las 3:00 a.m., me baño, desayuno y me dirijo hacia
el Parque Los Caobos con tiempo suficiente para esperar la hora de salida. Poco
antes de las 6:00 a.m. suena el Himno Nacional que la mayoría de los ansiosos
corredores coreamos con emoción y con las primeras luces del alba se da la
partida.
Miles de pasos resuenan en la Av. Bolívar con
dirección hacia el centro de una ciudad
todavía dormida. Recuerdo la estrategia que había planificado para cada tramo
del evento, siguiendo los consejos de corredores veteranos y logro contenerme
en esos kilómetros iniciales, cuando la adrenalina fluye y la tentación de
dejarse llevar por el entusiasmo puede desgastarme desde el comienzo.
Cuando llego a la Av. O’Higgins me sorprende la
cantidad de personas a ambos lados de la calle que desde tan temprano nos
animan con gritos y aplausos. Igual pasa por toda la Av. Páez de El Paraíso. Al
acercarme a Puente Hierro, justo frente a Villa Zoila, siento un ligero
calambre en la pantorrilla izquierda y me detengo para estirarme por unos
segundos. Afortunadamente, la molestia cede y continúo. Ahora enfrento la
subida de Roca Tarpeya con un trote suave y agradezco la superficie plana de la
Avenida Victoria. Cada media hora reviso una “chuleta” que llevo pegada a la
visera de mi gorra con los tiempos planificados por kilómetros. Voy bien: despacio, pero constante. El tramo hacia la Escuela Militar me desconcierta un
poco. Es muy largo y no hay ninguna sombra que me defienda del rigor del sol. Pero
de regreso a Los Próceres me distrae la magnífica vista del Ávila en el
horizonte. Tomo una foto con mi celular y pronto me encuentro a casi la mitad
del recorrido. Agradezco la sombra protectora de los árboles de la Av. Los
Ilustres y me entretengo con los saludos de la gente en las aceras. En pocos
minutos ya estoy entrando a la Av. Casanova y aquí el hechizo termina. Casi no
hay público que anime y las continuas lomas hacen pesado el avance.
En Las Mercedes, ya superados los 25 kms, comienzo a
sentirme cansada; una lluvia oportuna me refresca y distrae por momentos de los
molestos adoquines del piso. De allí en adelante me siento en terreno conocido;
he corrido numerosas carreras en esta zona de la ciudad. En Chuao me regalan un
gel que me sabe a gloria. Varias personas (con el cuatro en la mano) alegran el
recorrido.
Ya en el Km 30, a la altura de Caurimare, aparece la
famosa “pared”, me faltan las fuerzas. Para colmo, me duele la espalda y los
dedos de mis pies están hinchados. Por primera vez pienso que quizás no pueda
completar el recorrido. Camino a ratos, troto y trato de concentrarme en llegar
a los 32 kms. Desde allí son solo 10 más hasta la meta. Al fin llego a El
Marqués y de allí en adelante mi consigna es: “solo un kilómetro más”.
Enfrento con angustia la pendiente de la Av. Francisco
de Miranda mientras recuerdo el libro de Murakami sobre running, donde cita a un maratonista cuyo mantra es: “El dolor es
inevitable. El sufrimiento es opcional”. Me aferro a ese pensamiento a la vez
que voy pasando cuadras y kilómetros. Llego a la Plaza Altamira, volteo hacia
mi querido Ávila que se alza imponente detrás del obelisco y siento que
recupero la energía.
Me acerco a Chacaíto y sé que ya nada puede detenerme.
La emoción me invade al finalizar la Avenida Solano y aproximarme a Plaza
Venezuela. Aquí, el generoso público de Caracas se niega a abandonar a todos los
corredores novatos que llevamos más de 5 horas y media en esta aventura. Más
adelante, a escasos metros, está la meta. En estos minutos finales ocurre un
milagro: el dolor desaparece, mis pasos se aceleran y piso la alfombra de los
42 kilómetros 195 metros. Nada es imposible: ¡Soy maratonista!