Enza marcaba cada paso con sus gastadas sandalias mientras se dirigía apresurada hacia la Avenida Urdaneta. Tenía que ir al banco a buscar los reales que al fin le había depositado Hilario para pagar el colegio de Yayita. “¡Ese miserable!”, pensaba con cada paso y cada esquivar de huecos, alcantarillas hediondas y los infaltables indigentes echados en la calle que no despertaban ni con el alboroto de La Candelaria a media mañana en un día de pago.
La cola del banco era interminable. Enza se quejó con todo el que quisiera oírla sobre la lentitud de los cajeros, la inoperancia de los bancos y la ineficacia del gobierno. Le dieron el efectivo y salió más veloz aún hacia el lado sur de la avenida buscando cruzar la calle para llegar al otro banco y hacer el dichoso depósito, antes de que notaran su ausencia en la oficina. El nuevo jefe era un fanático de la puntualidad y si te descubría unos minutos fuera, capaz que te los descontaba del escuálido sueldito.
Pero antes de que se atreviera a sortear los vehículos que serpenteaban la Urdaneta, sintió la punta de un chuzo en las costillas y escuchó una voz adolescente: “Mamita, dame la caltera y te quedas quieta o te palto en dos”. Y ahí fue cuando Enza hizo todo lo que los manuales de seguridad desaconsejan: se volteó con rapidez gatuna y le dio una patada entre las piernas al jovencito del chuzo, emulando a las películas de Bruce Lee que había tenido que aguantar todos los sábados en la tarde en veinte años de mártir-monio con el condenado de Hilario.
Cuando vio al malandro, un flaquito insignificante, que rojo de dolor se sobaba la entrepierna acostado al borde de la acera, por primera vez en años se sintió poderosa: “Pero que te crees tú, piazo de pendejo, que me vas a terminar de joder a mí, ya bastante tengo con el coñoemadre de Hilario, que después del divorcio me dejó en la calle y encima lo tengo que obligar todos los meses a que me pague el colegio de Yayita; y también me tengo que calar todos los caprichos de la carajita, que será muy hija mía y todo, pero es tremenda malcriada, se antoja de todo lo que ve en el Sambil; además, me tuve que poner a trabajar después de años echada como una marmota en mi casa y el sueldito ese de vendedora no me alcanza para nada; para colmo, en la oficina hay rumores de daonsaising, como dicen los que se la dan de hablar inglés, pero en perfecto criollo eso significa reducción de personal y qué me pasará a mí si me quedo sin chamba, cómo coño le voy a pagar los caprichos a mi muchachita y a mí misma, porque una también tiene sus antojos; todavía estoy joven y si termino de rebajar estos 19 kilitos que tengo de más y me hago las lolas todavía puedo levantar, no te creas que soy una vejuca sin futuro; estoy limpia, pero tengo potencial, ya me lo dijo mi prima, la que me lee las cartas y se las da de esotérica, hasta me anunció que me iba a salir un frilance; qué manía esa de decir todo en inglés; yo ya no sé si creerle, aunque últimamente no le creo ni al maricón de la tele, imagínate, esta mañana salió con que hoy se le abrirían nuevas fuentes de prosperidad a todos los Libra y yo lo único que me encuentro es un muerto de hambre como tú, que quiere terminar de joderme”.
Los gritos de Enza se mezclaban con el corneteo, las nubes tóxicas de los tubos de escape de las camionetas y la brusca acelerada de las motos; los apurados transeúntes apenas les dirigían unas miradas entre la indiferencia y el recelo característicos del caraqueño.
-¡A mí no, pendejo, cómo se te ocurre asaltar a una limpia! –concluyó Enza, mientras agarraba al muchacho por el cuello de la franela y de un tirón de su poderoso brazo lo volvía a plantar de pie en la avenida.
De repente, bajó la voz y casi le susurró al oído, señalando a una rubia teñida, de alto copete y con pinta de abogada de ministerio: “¡A una como esa es a la que tienes que asaltar!”. Y sin mediar más palabras, le arrebató la cartera, una Louis Vuitton auténtica, a la mujer, que huyó despavorida. Acto seguido se la lanzó al incrédulo malandro. El chamo la abrió y consiguió un fajo de billetes que logró espabilarle el pasón mañanero.
-Coño, señora, gra-gracias –balbuceó.
Enza, por primera vez, sonrió condescendiente:
- De nada, chamo, pero... vamos fifty-fifty – dijo, ya reconciliada con el idioma inglés y a punto de descubrir su vocación secreta y la nueva fuente de prosperidad que le había diagnosticado el horóscopo esa inolvidable mañana.