viernes, 9 de marzo de 2007

Borges prisionero (un cuento)


Cuando era adolescente, en los años ochenta, tuve un fugaz encuentro con mi escritor preferido, Jorge Luis Borges. Fue durante la última visita del maestro a Venezuela.

La librería Lectura, de Chacaíto, planificó una firma de libros y hacia allí me dirigí con “Ficciones” bajo el brazo. La variopinta cola de admiradores del escritor argentino llegaba hasta Sabana Grande. Después de hora y media de espera comencé a impacientarme. Esa tarde tenía un examen y debía regresar a clases. Entonces se me ocurrió una idea para adelantarme a la multitud que me precedía. Recordé que mi primo Roberto trabajaba en la librería. Escondí el libro en mi morral y me dirigí con paso seguro hacia la puerta del establecimiento pretendiendo ser la emisaria de un recado familiar urgente para mi primo.

Inexplicablemente, logré pasar por delante de los miembros de la prensa, policías y funcionarios consulares que custodiaban al genio. Todos –incluido mi primo- se creyeron el cuento. Una vez dentro, me coloqué audazmente de primera en la cola. Fue entonces cuando tropecé con un par de ojos asiáticos que me midieron sin compasión. Con arrojo de samurai, Maria Kodama -entonces eficiente secretaria y hoy próspera viuda del sabio invidente- me cortó el paso. A un gesto suyo, me sacaron de la librería. Roberto perdió su empleo y estuve en la lista negra de Walter por lo menos durante un quinquenio.

Nunca pude tocar a Borges, pero sé que el autor de Las Ruinas Circulares notó mi presencia. Antes de salir bruscamente de la librería, vi que dirigió su mirada extraviada directamente hacia mí. No pronunció palabra, pero parecía a punto de pedirme algo, quizás que lo ayudara a escapar del cerco que lo custodiaba con tanta fiereza. Por un brevísimo instante, el mago de las palabras, el Zeus de mi particular mitología, fue sólo un anciano preso entre montañas de libros.