sábado, 23 de junio de 2007

¿Por qué leo?


Uno de mis más claros recuerdos de infancia es el de las mañanas de los sábados y domingos en casa de mi abuelita en Puente Hierro. Los adultos habían comenzado el día generalmente muy temprano; ya habían hecho el mercado en Quinta Crespo y mis padres y mis abuelos maternos -mientras las ollas ardían en la cocina para el almuerzo- se congregaban en el recibo entregados al ritual que los mantenía muy silenciosos y tranquilos: leer el periódico.

Se repartían los cuatro cuerpos de El Nacional y cada quien se enfrascaba en su sección favorita por un rato hasta que alguno comenzaba a comentar lo leído y a intercambiarlo con sus compañeros de lectura. Recuerdo que a mis tres o cuatro años me maravillaba que un trozo de papel lograra detener a los adultos de su frenética actividad. Algo importante debía tener el periódico y la lectura para entretenerlos de esa manera. A mí sólo me interesaban las comiquitas y muchas veces perseguía a mi papá por toda la casa –quizás en los momentos más inoportunos- para que me leyera las peripecias del Fantasma o de Popeye.

Generalmente él o algún otro adulto me las leía, pero a veces me hacían esperar mientras terminaban sus asuntos y yo me moría de impaciencia. Esta limitación probablemente despertó mis primeros anhelos de independencia. Me recuerdo pensando más o menos en estos términos: “tengo que aprender a leer pronto para no depender de nadie y poder hacerlo yo sola”.

El kinder no me atraía para nada; detestaba levantarme temprano, abandonar mi rol de princesa consentida en la casa de los abuelos, quienes fungían como los babysitters de la época; las monjas me parecían tétricas con sus uniformes negros de velos puntiagudos; la disciplina, un castigo. Creo que me rebelé por unos meses y no volví al colegio hasta que las ganas de aprender a leer me vencieron. El día en que pude leer mi primera frase corrida se abrió para mí un mundo donde cabían los más originales personajes, los sueños imposibles, las leyendas fascinantes; en fin, el mundo de Sherezade se me ofreció como un juguete nuevo que aún tiene la virtud de no cansarme y donde sé que puedo refugiarme a voluntad. Un libro es el mejor regalo, me ofrece la alegría de un mundo nuevo, un universo paralelo donde intento saciar mi curiosidad; el “sueño vívido y continuo” del que hablaba John Gardner al referirse a la ficción.

2 comentarios:

Israel Centeno dijo...

¡Puente Hierro! ¿Los flores? Mira tu; me ha gustado tu blog, esa foto en ¿Göerin? ¿Los Platos del Diablo? ¿Cerca de La puerta de Hércules? Me he tomado la libertad de poner tu sitio acerca de... entre mis vínculos.

salud.

Joseín Moros dijo...

Es un salto prodigioso, cuando de unas manchitas negras sobre el papel, en nuestra mente aparecen imágenes por primera vez. Ala, barco, casa, dedo..., También tengo ese recuerdo. Regresé a la infancia cuando interpreté tus letras.