miércoles, 4 de abril de 2007

Salmerón Acosta y Ramos Sucre: Los trágicos poetas cumaneses

En estos días la casualidad me hizo tropezar con la obra de dos extraordinarios poetas cumaneses. Se trata de José Antonio Ramos Sucre y de Cruz Salmerón Acosta. Ambos contemporáneos, nacido el primero en 1890 y el segundo, dos años después. Tenían un talento fuera de lo común y fueron víctimas de un destino trágico.

Salmerón Acosta contrae muy joven la lepra, lo cual le hace abandonar a su enamorada para recluirse por 15 años en espera de la muerte en la población de Manicuare, en el Golfo de Cariaco, desde donde contempla el mar y la ciudad de Cumaná mientras su cuerpo degenera lentamente. Escribe y, finalmente, dicta sus últimos poemas.

Ramos Sucre estudia leyes en Caracas. Llega a dominar varios idiomas y a ejercer diversas profesiones, como profesor de latín e historia universal, traductor y juez. Apenas al llegar a los 40 años, tras una existencia dedicada a compartir su arte con la carrera diplomática, se quita la vida en Ginebra.

Son dos vidas intensas, trágicas, inolvidables. Sus poemas han sobrevivido el tiempo. En ellos se confirma la trascendencia del arte.

Azul (Cruz Salmerón Acosta)

Azul de aquella cumbre tan lejana
hacia la cual mi pensamiento vuela
bajo la paz azul de la mañana,
color que tantas cosas me revela!

Azul que del azul del cielo emana,
y azul de este gran mar que me consuela,
mientras diviso en él la ilusión vana
de la visión del ala de una vela.

Azul de los paisajes abrileños,
triste azul de mis líricos ensueños,
que me calma los íntimos hastíos.

Sólo me angustias cuando sufro antojos
de besar el azul de aquellos ojos
que nunca más contemplarán los míos.



El mandarín (José Antonio Ramos Sucre)

Yo había perdido la gracia del emperador de China.
No podía dirigirme a los ciudadanos sin advertirles de modo explícito mi degradación.
Un rival me acusó de haberme sustraído a la visita de mis padres cuando pulsaron el tímpano colocado a la puerta de mi audiencia.
Mis criados me negaron a los dos ancianos, caducos y desdentados, y los despidieron a palos.
Yo me prosterné a los pies del emperador cuando bajaba a su jardín por la escalera de granito. Recuperé el favor comparando su rostro al de la luna.
Me confió el develamiento y el gobierno de un distrito lejano, en donde habían sobrevenido desórdenes. Aproveché la ocasión de probar mi fidelidad.
La miseria había soliviantado a los nativos. Agonizaban de hambre en compañía de sus perros furiosos. Las mujeres abandonaban sus criaturas a unos cerdos horripilantes. No era posible roturar el suelo sin provocar la salida y la difusión de miasmas pestilentes. Aquellos seres lloraban en el nacimiento de un hijo y ahorraban escrupulosamente para comprarse un ataúd.
Yo restablecí la paz descabezando a los hombres y vendiendo sus cráneos para amuletos. Mis soldados cortaron después las manos de las mujeres.
El emperador me honró con su visita, me subió algunos grados en su privanza y me prometió la perdición de mis émulos.
Sonrió dichosamente al mirar los brazos de las mujeres convertidos en bastones.
Las hijas de mis rivales salieron a mendigar por los caminos.