El domingo 26 de febrero participé en la segunda edición del Maratón CAF en mi ciudad. Fue una fiesta deportiva que involucró a 6 mil deportistas, muchos voluntarios y cientos de ciudadanos que se congregaron para actuar como espontáneos “cheerleaders” de los esforzados corredores que atravesamos el asfalto obviando los tramos de lluvia y las bajas temperaturas, inusuales en esta época del año.
En mi caso, como participante de la media maratón (21K), fue también un reencuentro sentimental con el oeste caraqueño, donde viví muchos años. Los lugares y personajes de mi infancia volvieron a mi mente con cada paso, al tiempo que la tranquilidad de una ciudad semidormida me permitió admirar y valorar nuevamente los pequeños tesoros arquitectónicos, los rincones y oasis escondidos de belleza que son imposibles de apreciar entre el tráfico cotidiano.
Los del medio maratón salimos a las 6:15, desde el Parque Los Caobos, tomando inmediatamente la amplia Avenida Bolívar, donde los grupos de amigos comenzamos a dispersarnos, cada cual a su ritmo. Al fondo, las torres del Centro Simón Bolívar, lucían pequeñas y lejanas, como un par de simétricos bloques de Lego. La ciudad despertaba cuando enfrentamos la primera subida a la derecha de las torres, pasamos la Asamblea Nacional y fue entonces que me percaté de que había estado muy cerca de una de las entradas del Pasaje Zing, uno de los sitios emblemáticos de mi niñez. Era (y es) una especie de pequeño centro comercial con dos niveles donde había todo tipo de negocios, desde joyerías, zapaterías, tiendas de regalos hasta un par de librerías (una de libros nuevos y otra de libros usados) que eran mis tiendas preferidas. En una esquina estaba también una academia de dibujo de amplios ventanales donde uno podía ver a los alumnos esforzándose en copiar un objeto o modelo, ajenos a todo lo que no fuera su arte.
Luego de atravesar la Avenida Baralt, llegamos a El Silencio; en un cruce noto un edificio hermoso: el Liceo Fermín Toro, con su diseño modernista que parece de los años 40 ó 50 del siglo pasado; un poco más arriba, las empinadas escalinatas de El Calvario, ahora casi desiertas, solo unas cinco heroicas personas desafían la lluvia para animarnos con sus gritos. Llego a la plaza, rodeada de los bloques diseñados por el gran arquitecto Carlos Raúl Villanueva. Han sido restaurados recientemente y ostentan una belleza clásica; lo único discordante, para mi gusto, es el color mostaza con que fueron pintados; yo los conocí de un color crema más armónico, pero al menos celebro que se haya hecho un esfuerzo en conservarlos.
Bajo un hilillo delgado de lluvia intermitente llegamos a la Avenida San Martín. Estamos ahora en plena parroquia San Juan y a la derecha, en una esquina, frente a la Plaza Italia, se yergue majestuosa la hermosa Iglesia de Nuestra Señora de Lourdes, con una preciosa fachada gótica, muy bien conservada. Es uno de esos sitios atrayentes donde nunca he entrado. Ahora me propongo, en la primera oportunidad, volver al centro con calma (¡si eso es posible en el centro de Caracas!) para explorarla.
El día ha aclarado y ahora hay más gente en las aceras; algunas personas se muestran asombradas ante la multitud que se ha adueñado de las calles. Por momentos, un indigente se nos une, trota alegre, parece contagiarse por el espíritu deportivo de la jornada, la gente lo aplaude, se detiene y poco a poco lo dejamos atrás. El hombre sonríe.
Ya estamos en la estación del Metro y a la izquierda se alza pequeño el emblemático edificio de la Maternidad Concepción Palacios, que ha recibido a tantos nuevos caraqueños. En pocos minutos estamos cerca de la estatua de O’Higgins; a nuestra derecha, la subida de la Av. Morán hacia Catia y hacia adelante una subida no muy pronunciada, pero interminable, hacia Vista Alegre y La Yaguara; en la esquina nos desviamos a la izquierda y llega una recompensa: una bajada hacia el Puente de Los Leones. Lo atravieso observando la autopista en ambas direcciones: poco tránsito y la paz inusual de un domingo en calma. En la Avenida O’Higgins busco con la mirada, a mi izquierda, el puesto de obleas que hacía mis delicias y las de todos los estudiantes de la UCAB. No lo encuentro, recuerdo que han pasado muchos años desde mi época de estudiante, me consuelo pensando que quizás aún existe y lo pasé sin darme cuenta. Hacia mi derecha, del lado de Montalbán, descubro la entrada a la Hacienda La Vega, vestigio señorial de los tiempos en que la ciudad no llegaba hasta aquí.
En la redoma de La India, monumento del escultor Eloy Palacios, dedicado a la independencia de la Gran Colombia, cruzamos a la izquierda, para recorrer toda la Avenida Páez de El Paraíso. Me sorprendo un poco cansada, son apenas ocho los kilómetros recorridos, pero me siento en terreno familiar, toda mi vida conocí estas calles, aunque ahora muchas fachadas han cambiado y las quintas señoriales fueron sustituidas por comercios. La Avenida Páez es larga y estrecha, árboles centenarios la protegen del sol caraqueño. Un sol que hoy se niega a aparecer. Me tomo medio gel y una botellita de agua y siento que mis fuerzas renacen.
En pocos minutos me encuentro cerca de la Plaza Washington y al rato, a mi derecha está el Multiplaza Paraíso. Por un momento pienso que es una lástima que no existiera un centro comercial así cuando yo vivía en El Paraíso. En las aceras se han congregado vecinos madrugadores y se juntan con lo entusiastas voluntarios que reparten agua y bebidas energéticas. Sigo por esa avenida que recorrí tantas veces en autobús, en carro, a pie o hasta en bicicleta. Me siento en franca y alegre rebeldía al correr por primera vez por el medio de la calle.
Paso veloz frente al Parque Naciones Unidas y sigo hasta la señorial fachada del Colegio San José de Tarbes. En un instante tengo a mi izquierda la Plaza Páez, con su héroe a caballo, al que nadie ha restituido su lanza en los últimos diez años. Quisiera detenerme en esta zona tan cercana a mis recuerdos. En la próxima esquina se encuentra el Edificio Los Laureles, donde viví tantos años y más arriba el Colegio Teresiano, donde estudié la primaria y el bachillerato. El Teresiano de El Paraíso es un edificio de principios del siglo XX con una hermosa arquitectura donde predominan columnas clásicas y los colores gris y blanco. Es una lástima que se encuentre tan escondido detrás de un alto muro que oculta su belleza a los transeúntes.
Frente a la Plaza Madariaga se encuentra un animado grupo de samba. Casi todos los corredores les expresamos nuestro agradecimiento. Van como 12 kilómetros desde que salimos, menos de la mitad del recorrido para quienes hacemos la media maratón. En mi caso, más que fatiga siento algo de nostalgia al recorrer estos espacios tan queridos. Antes de salir de la urbanización, instintivamente volteo hacia la Plaza Madariaga y busco en una esquina la imagen del ángel con trompeta que anunciaba la entrada en El Paraíso. La última vez que lo vi estaba muy deteriorado. Pero en esta oportunidad descubro la imagen restaurada y suspiro con alivio.
Ahora nos enfilamos hacia Puente Hierro. Poco antes, a nuestra izquierda, divisamos la larga fila de familiares que visitan a sus presos en la penitenciaría de La Planta. En la isla de la avenida, varios de esos familiares se han acercado para animarnos.
Ya me encuentro frente a la subida a Roca Tarpeya. Volteo a mi izquierda y la esquina de Los Flores de Puente Hierro me regresa a mi infancia, a esa calle, a la Quinta Lérida de mis abuelos. A la época feliz en que para mi hermana y para mí pasear en autobús con nuestro abuelo Carlos Paredes por el centro de Caracas era un premio por haber pasado de grado.
Pronto la subida me regresa al presente. Es el desnivel más pronunciado y largo que encontraré en la carrera y a mi lado casi todos se han resignado y lo suben caminando. No me dejo vencer. Sigo trotando y me siento aliviada al llegar a la esquina entre las Avenidas Nueva Granada y Victoria. Sigo por esta última, bastante plana. Aquí los edificios son un tributo a la arquitectura de los años 50’s del siglo pasado: inmuebles con limpias fachadas, balcones y letreros modernistas. Los edificios guardan escalas similares, toda una rareza en una Caracas que ha crecido atropelladamente con escasa o nula planificación. Aquí parece que al fin gobernantes, constructores y ciudadanos se hubieran puesto de acuerdo para preservar estos espacios sin añadirles innecesarios monstruos de concreto y vidrio.
Una pequeña subida me lleva pronto hacia la Avenida Los Símbolos. El piso está mojado y freno un poco para evitar un resbalón inoportuno. En la esquina donde se encuentra el monumento hay una pequeña multitud de vecinos y transeúntes, a pesar del chubasco. Más adelante, diviso entre el público a mis amigos Jesús y Ana con su hijo Diego. Les grito y me saludan. Por un momento pienso que es una lástima que Jesús, excelente fotógrafo no tuviera su cámara a mano para hacerme una foto. Continuo algo cansada hacia la esquina de Los Próceres, doblo hacia la izquierda y en ese momento diviso a José Enrique, un compañero del Centro Excursionista Caracas, quien está corriendo los 42 kms y viene veloz desde la Academia Militar, el paso obligado para quienes hacen la maratón completa. Acelero para acercármele y lo saludo. Intercambiamos unas cuantas palabras. La verdad, él lleva un ritmo mucho más rápido que el mío y pronto me saca distancia. Le deseo suerte y sigo a mi ritmo. En algún momento, sin que nadie me hubiera llamado, volteo hacia la izquierda y allí está el amigo Jesús que sí tenía su cámara y me hace unas cuantas fotos. Levanto el pulgar y sonrío como si no sintiera ni una pizca de cansancio. Lo hago tan bien que yo misma me lo creo. Tomo la mitad del gel que me quedaba con agua y acelero un poco hasta llegar a la Plaza de las Tres Gracias. Aquí hay más gente y música fuerte. ¡Falta poco! grita alguien.
Ahora viene una bajada engañosa, la del estacionamiento del estadio universitario. Digo engañosa, porque como me lo había advertido mi amiga Rosario, después de esa bajada viene la subida y uno ya lleva como 19 kilómetros en los zapatos. Aquí también la mayoría camina pero yo me empeño tercamente en trotar. La pendiente termina en la mitad del puente sobre la autopista, un detalle que jamás adivina uno cuando va en carro.
Ya solo falta una bajadita y enfilar hacia la Torre La Previsora. Aquí, cerca de Sabana Grande, más gente anima, grita y casi nos acompaña durante el kilómetro final, cuando bajamos por Plaza Venezuela y subimos hasta alcanzar el Parque Los Caobos. Ya diviso la meta y la emoción es enorme. Hasta el sol conspira ahora a nuestro favor y nos envía sus cálidos rayos. En los metros finales hago un “sprint” y llega la recompensa: 2:32 en mi primera media maratón. ¡Uaaoooo! ¡Qué viva Caracas! ¡Mi media Caracas!